Svargth
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A medida que ascendía a la colina, pude contemplar el lugar de mi destino: Kratas la ciudad de los ladrones. Su vista se me antojó todo lo que había soñado de ella. Era aquí donde iba a forjar mi leyenda.
La antigua ciudadela se abrazaba a la gigantesca meseta que se levantaba de la altiplanicie cercana. Los techos ornamentados de las grandes mansiones que se elevaban por encima de los desmoronados muros exteriores dejaban entrever las enormes riquezas que atesoraba la ciudad.
Y allí era a donde yo, Tid Matel, adepto ladrón oriundo de la aldea de Goldwheat, verdaderamente pertenecía. Porque pensaba no volver nunca a Goldwheat. Sus paletos habitantes no tenían la sofisticación para apreciar la gloria que la senda de mi disciplina me empujaba a alcanzar. Su insistencia infantil en las leyes de la propiedad acabó por aburrirme y decidí largarme. Es cierto que el jefe del consejo llevó a cabo la pantomima de desterrarme tras encontrar su preciado colgante enjoyado en mi habitación, pero yo ya había planeado mi marcha mucho antes de aquel incidente. De todas formas, ya había robado todo lo realmente valioso de aquel patético pueblucho.
Me incorporé rápidamente a la cola de pastores, mercaderes, viajeros y demás que esperaban su turno en las puertas de la ciudad para entrar. Pagué las diez piezas de plata a los guardias de la Fuerza del ojo y de paso les regalé el semblante más duro que pude esforzar. Ni siquiera me miraron, pero ni me importó. Era de esperar, yo no era uno de los suyos. Ya llegaría el día en que todos los ladrones de Kratas conocerían el nombre de Tid Mantel.
Dejando atrás mercaderes y pastores con sus bestias y olores me adentré en la ciudad. A mi derecha se levantaba una antigua fortificación, antaño sólida e imponente, hoy en ruinas. Decenas de dadores de nombres se arremolinaban alrededor de ella, cargando material y preparándose para lo que parecía unas maniobras militares. Los dirigía un humano ceñudo con aspecto de tipo duro. En medio de las órdenes y gritos en varias lenguas, pude entender “trabajo” y “plata”, así que me acerqué para escuchar mejor.
El tipo se percató y me ladró -"¡Tú! muchacho. Pareces sano. ¿Quieres trabajar?"
-"Eso depende. ¿Cuál es el trabajo y cuál es la paga?- respondí.
-"Calma campeón. Primero dime que sabes hacer."
-"Me alegro de que me haga esa pregunta, porque señor mío soy un ladrón" -empecé - "y puedo..."
-“Pírate”- me interrumpió y dirigiéndose a un capataz a su derecha le dijo- “lo último que me hace falta es otro ladrón piojoso. Maldita sea mi estampa”- Y se largó como un vendaval vociferando y dando órdenes.
Pasada mi sorpresa inicial seguí adentrándome en la ciudad y llegue a la Plaza de la feria. A pesar de mi curtida experiencia, debo admitir que perdí momentáneamente el aliento. En aquel lugar se apiñaban todo tipo de dadores de nombres, bestias y mercancías. Me quedé boquiabierto con la finura con la que los orcos abrasadores hacían maniobrar a sus bestias de la tundra entre los callejones que formaban los centenares de tenderetes. De repente una de las terribles monturas de los orcos se llevó por delante con una de sus patas un mostrador de fruta. El propietario escapó por los pelos de ser aplastado pero no osó enfrentarse al abrasador y sus compañeros.
Un barco volador flotaba amarrado en el lateral de una torre en el centro de la plaza. Solo había visto una vez uno igual, surcando el cielo por encima de mi aldea y ahora había uno delante mío a unos pocos metros, casi al alcance de mi mano. La quilla y las cuadernas estaban cubiertas con una extraña mezcla de pinturas y tallas que representaban cabezas de monstruos. Todos, incluido los orcos abrasadores, se mantenían a distancia del barco, asiq ue yo consideré prudente hacer lo mismo.
En el extremo norte de la plaza descubrí a un t’skrang que animaba a la gente a jugar contra él al juego de las conchas y la perla. Había un nutrido grupo de espectadores que veía como un orco frustrado, por sus ropas un abrasador, perdía todo su dinero. Rápidamente descubrí la técnica del t’skrang. Cada tercer paso de las conchas, realizaba un giro a la concha derecha y mientras el imbécil del orco se quedaba mirando, con su cola intercambiaba la perla de las otras dos conchas. Me supo mal por el ignorante zopenco del orco, pero le serviría de lección. Hay que ser más espabilado en una ciudad tan grande. Tras unas rondas el orco se levantó desplumado. Supe que tenía poco margen antes de que el t’skrang se percatase de que le había pillado el truco, así que puse mi bolsa sobre la mesa dispuesto a doblar mi dinero. Cuando la ronda acabó, a pesar de que me fijé en el giro de la concha derecha y vi su cola intercambiar la perla de las otras dos conchas, la perla no estaba bajo la concha que yo esperaba.
Abandoné la mesa perplejo y desplumado, pero me convencí a mí mismo que antes de que cayese la noche me habría rehecho robando algo en una ciudad tan poblada.
No había acabado de pasar tal fugaz pensamiento por mi cabeza cuando me tropecé con un rico mercader enano que trastabilló tras salir de una taberna. Por su olor y conducción pude discernir que estaba completamente borracho. Fue una presa fácil. Me disculpé y le ayudé a levantarse mientras me quedaba su nutrida bolsa. Me deslicé a un callejón cercano y silbé cuando abrí la bolsa que estaba llena de oro y plata. ¡Eso es lo que significa ser un ladrón!
Sin embargo, mientras contaba las monedas, dos dadores de nombre entraron en el callejón. Eran un orco y un elfo. Los dos vestidos de negro me agarraron y me interpelaron.
-"Muéstranos el medallón"- grunó el orco.
-"¿Qué? lo siento pero no entiendo..."
-“Que nos enseñes el medallón, ahora mismo” - Tanto él como el elfo sacaron sendos amuletos de debajo de sus capas, muy similares a los que llevaban los guardias de las puertas, y los volvieron a guardar con presteza. -“No puedes robar en Kratas sin ser miembro de la Fuerza del ojo, y si perteneces a la Fuerza del ojo, tienes uno." Intenté decir algo, pero prorrumpí en balbuceos ininteligibles.
–“Vamos a tener que confiscarte la bolsa muchacho” - dijo el elfo y acto seguido me quitó la bolsa- “Además, Garlthick estaría encantado si te matamos aquí mismo, por impostor. Pero como eres joven y evidentemente atolondrado, te vamos a dar una oportunidad. Puedes unirte a la Fuerza del ojo o largarte ahora mismo de la ciudad.” Comprendí que era mejor unirme al legendario Galthirck y su banda, la Fuerza del ojo, que luchar en aquel callejón. Además podía ser una magnífica oportunidad. Estaba seguro que estando dentro, atraería la atención del legendario maestro de los ladrones. Una vez probada mi valía ascendería rápidamente en los rangos de la banda. –“Accedo a unirme a la Fuerza."
-“Perfecto” – replicó el elfo –“La membresía provisional exige el desembolso de cien piezas de plata.” -“Pero, pero, no poseo tal cantidad, buenos señores.” –Al pronunciar tales palabras no sé que cara se ensombreció más rápido, si la mía o la del elfo.
–“Entonces debes marcharte de la ciudad.” – El orco me agarró del brazo y empezó a arrastrarme hacia las puertas.
–“Un momento mi querido amigo” –le dijo el elfo al orco –“Quizás podemos hacerle un favor al jovenzuelo. Sé que no deberíamos y que nos podemos meter en un lío, pero me ha caído bien. ¿Qué te parece si hacemos un cambio?."
-“Serás tú el responsable si pasa algo” – dijo el orco encogiéndose de hombros- “Las dagas del muchacho parecen tener algo de valor.” Los dos ladrones examinaron minuciosamente el par de dagas que colgaban de mi cinto.
–“Son vuestras si las queréis.”- dije mientras sonreía. A pesar de su empuñadura en cuero y el diseño con incrustaciones, tenía muy claro que no valían las cien piezas de plata.
–“De acuerdo, trato hecho”- sentenció el elfo mientras cogía las dagas – “Considérate un miembro en pruebas. Buena suerte hijo.” – Ambos se dieron la vuelta y se metieron en la atestada calle.
–“Un momento, esperad.” – Les paré. – “¿Y mi medallón?"
–“Los miembros en prueba no tienen derecho a medallón. Trabaja bien y pronto lo tendrás. Te estaremos vigilando” – me espetó el orco por encima del hombro mientras desaparecían entre la muchedumbre.
Ahora que era un miembro de la Fuerza del ojo, me sentía mucho mejor. Era como si me hubiese infundido del derecho y licencia para hacer mía la ciudad. Decidí rápidamente buscar otra víctima. El sol se estaba poniendo y muchas de las paradas de la plaza estaban cerrando. Las calles se empezaron a vaciar. Sabía que la mejor manera de encontrar objetivos era encontrar gente así que busqué luces y sonidos de música. Esto me llevó a una desvencijada taberna en una de las esquinas de la plaza.
Continuará...
La antigua ciudadela se abrazaba a la gigantesca meseta que se levantaba de la altiplanicie cercana. Los techos ornamentados de las grandes mansiones que se elevaban por encima de los desmoronados muros exteriores dejaban entrever las enormes riquezas que atesoraba la ciudad.
Y allí era a donde yo, Tid Matel, adepto ladrón oriundo de la aldea de Goldwheat, verdaderamente pertenecía. Porque pensaba no volver nunca a Goldwheat. Sus paletos habitantes no tenían la sofisticación para apreciar la gloria que la senda de mi disciplina me empujaba a alcanzar. Su insistencia infantil en las leyes de la propiedad acabó por aburrirme y decidí largarme. Es cierto que el jefe del consejo llevó a cabo la pantomima de desterrarme tras encontrar su preciado colgante enjoyado en mi habitación, pero yo ya había planeado mi marcha mucho antes de aquel incidente. De todas formas, ya había robado todo lo realmente valioso de aquel patético pueblucho.
Me incorporé rápidamente a la cola de pastores, mercaderes, viajeros y demás que esperaban su turno en las puertas de la ciudad para entrar. Pagué las diez piezas de plata a los guardias de la Fuerza del ojo y de paso les regalé el semblante más duro que pude esforzar. Ni siquiera me miraron, pero ni me importó. Era de esperar, yo no era uno de los suyos. Ya llegaría el día en que todos los ladrones de Kratas conocerían el nombre de Tid Mantel.
Dejando atrás mercaderes y pastores con sus bestias y olores me adentré en la ciudad. A mi derecha se levantaba una antigua fortificación, antaño sólida e imponente, hoy en ruinas. Decenas de dadores de nombres se arremolinaban alrededor de ella, cargando material y preparándose para lo que parecía unas maniobras militares. Los dirigía un humano ceñudo con aspecto de tipo duro. En medio de las órdenes y gritos en varias lenguas, pude entender “trabajo” y “plata”, así que me acerqué para escuchar mejor.
El tipo se percató y me ladró -"¡Tú! muchacho. Pareces sano. ¿Quieres trabajar?"
-"Eso depende. ¿Cuál es el trabajo y cuál es la paga?- respondí.
-"Calma campeón. Primero dime que sabes hacer."
-"Me alegro de que me haga esa pregunta, porque señor mío soy un ladrón" -empecé - "y puedo..."
-“Pírate”- me interrumpió y dirigiéndose a un capataz a su derecha le dijo- “lo último que me hace falta es otro ladrón piojoso. Maldita sea mi estampa”- Y se largó como un vendaval vociferando y dando órdenes.
Pasada mi sorpresa inicial seguí adentrándome en la ciudad y llegue a la Plaza de la feria. A pesar de mi curtida experiencia, debo admitir que perdí momentáneamente el aliento. En aquel lugar se apiñaban todo tipo de dadores de nombres, bestias y mercancías. Me quedé boquiabierto con la finura con la que los orcos abrasadores hacían maniobrar a sus bestias de la tundra entre los callejones que formaban los centenares de tenderetes. De repente una de las terribles monturas de los orcos se llevó por delante con una de sus patas un mostrador de fruta. El propietario escapó por los pelos de ser aplastado pero no osó enfrentarse al abrasador y sus compañeros.
Un barco volador flotaba amarrado en el lateral de una torre en el centro de la plaza. Solo había visto una vez uno igual, surcando el cielo por encima de mi aldea y ahora había uno delante mío a unos pocos metros, casi al alcance de mi mano. La quilla y las cuadernas estaban cubiertas con una extraña mezcla de pinturas y tallas que representaban cabezas de monstruos. Todos, incluido los orcos abrasadores, se mantenían a distancia del barco, asiq ue yo consideré prudente hacer lo mismo.
En el extremo norte de la plaza descubrí a un t’skrang que animaba a la gente a jugar contra él al juego de las conchas y la perla. Había un nutrido grupo de espectadores que veía como un orco frustrado, por sus ropas un abrasador, perdía todo su dinero. Rápidamente descubrí la técnica del t’skrang. Cada tercer paso de las conchas, realizaba un giro a la concha derecha y mientras el imbécil del orco se quedaba mirando, con su cola intercambiaba la perla de las otras dos conchas. Me supo mal por el ignorante zopenco del orco, pero le serviría de lección. Hay que ser más espabilado en una ciudad tan grande. Tras unas rondas el orco se levantó desplumado. Supe que tenía poco margen antes de que el t’skrang se percatase de que le había pillado el truco, así que puse mi bolsa sobre la mesa dispuesto a doblar mi dinero. Cuando la ronda acabó, a pesar de que me fijé en el giro de la concha derecha y vi su cola intercambiar la perla de las otras dos conchas, la perla no estaba bajo la concha que yo esperaba.
Abandoné la mesa perplejo y desplumado, pero me convencí a mí mismo que antes de que cayese la noche me habría rehecho robando algo en una ciudad tan poblada.
No había acabado de pasar tal fugaz pensamiento por mi cabeza cuando me tropecé con un rico mercader enano que trastabilló tras salir de una taberna. Por su olor y conducción pude discernir que estaba completamente borracho. Fue una presa fácil. Me disculpé y le ayudé a levantarse mientras me quedaba su nutrida bolsa. Me deslicé a un callejón cercano y silbé cuando abrí la bolsa que estaba llena de oro y plata. ¡Eso es lo que significa ser un ladrón!
Sin embargo, mientras contaba las monedas, dos dadores de nombre entraron en el callejón. Eran un orco y un elfo. Los dos vestidos de negro me agarraron y me interpelaron.
-"Muéstranos el medallón"- grunó el orco.
-"¿Qué? lo siento pero no entiendo..."
-“Que nos enseñes el medallón, ahora mismo” - Tanto él como el elfo sacaron sendos amuletos de debajo de sus capas, muy similares a los que llevaban los guardias de las puertas, y los volvieron a guardar con presteza. -“No puedes robar en Kratas sin ser miembro de la Fuerza del ojo, y si perteneces a la Fuerza del ojo, tienes uno." Intenté decir algo, pero prorrumpí en balbuceos ininteligibles.
–“Vamos a tener que confiscarte la bolsa muchacho” - dijo el elfo y acto seguido me quitó la bolsa- “Además, Garlthick estaría encantado si te matamos aquí mismo, por impostor. Pero como eres joven y evidentemente atolondrado, te vamos a dar una oportunidad. Puedes unirte a la Fuerza del ojo o largarte ahora mismo de la ciudad.” Comprendí que era mejor unirme al legendario Galthirck y su banda, la Fuerza del ojo, que luchar en aquel callejón. Además podía ser una magnífica oportunidad. Estaba seguro que estando dentro, atraería la atención del legendario maestro de los ladrones. Una vez probada mi valía ascendería rápidamente en los rangos de la banda. –“Accedo a unirme a la Fuerza."
-“Perfecto” – replicó el elfo –“La membresía provisional exige el desembolso de cien piezas de plata.” -“Pero, pero, no poseo tal cantidad, buenos señores.” –Al pronunciar tales palabras no sé que cara se ensombreció más rápido, si la mía o la del elfo.
–“Entonces debes marcharte de la ciudad.” – El orco me agarró del brazo y empezó a arrastrarme hacia las puertas.
–“Un momento mi querido amigo” –le dijo el elfo al orco –“Quizás podemos hacerle un favor al jovenzuelo. Sé que no deberíamos y que nos podemos meter en un lío, pero me ha caído bien. ¿Qué te parece si hacemos un cambio?."
-“Serás tú el responsable si pasa algo” – dijo el orco encogiéndose de hombros- “Las dagas del muchacho parecen tener algo de valor.” Los dos ladrones examinaron minuciosamente el par de dagas que colgaban de mi cinto.
–“Son vuestras si las queréis.”- dije mientras sonreía. A pesar de su empuñadura en cuero y el diseño con incrustaciones, tenía muy claro que no valían las cien piezas de plata.
–“De acuerdo, trato hecho”- sentenció el elfo mientras cogía las dagas – “Considérate un miembro en pruebas. Buena suerte hijo.” – Ambos se dieron la vuelta y se metieron en la atestada calle.
–“Un momento, esperad.” – Les paré. – “¿Y mi medallón?"
–“Los miembros en prueba no tienen derecho a medallón. Trabaja bien y pronto lo tendrás. Te estaremos vigilando” – me espetó el orco por encima del hombro mientras desaparecían entre la muchedumbre.
Ahora que era un miembro de la Fuerza del ojo, me sentía mucho mejor. Era como si me hubiese infundido del derecho y licencia para hacer mía la ciudad. Decidí rápidamente buscar otra víctima. El sol se estaba poniendo y muchas de las paradas de la plaza estaban cerrando. Las calles se empezaron a vaciar. Sabía que la mejor manera de encontrar objetivos era encontrar gente así que busqué luces y sonidos de música. Esto me llevó a una desvencijada taberna en una de las esquinas de la plaza.
Continuará...